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dió una absolución compendiada, salióse de la cueva. ¡Algunos minutos después, una descarga le anunció a Biassou que el negro había obedecido y había muerto!

Libre ya el caudillo de todo recelo, se volvió hacia Rigaud, brillándole los ojos de contento, y con una expresión sarcástica de triunfo que parecía decir: “¡Admírame!”

XXXVII

Seguía, empero, la revista, y aquel mismo ejército que, en desorden, me había presentado pocas horas antes un espectáculo tan extraordinario, no parecía menos extravagante ahora y sobre las armas. Eran ya algunos negros, completamente desnudos, y pertrechados de mazos, machetes y macanas, marchando al compás de un cuerno como los salvajes; ya batallones de mulatos equipados a la española y a la inglesa, con buenas armas y buena disciplina, arreglando sus pasos al toque de los tambores; catervas, luego, de negras y negrillos, con horquillas y garfios, o de viejos inútiles cargados con fusiles antiguos e inservibles, sin cañón o sin llave; griotas, en fin, con sus vestidos de botarga, o griotos con horribles contorsiones y gestos, entonando canciones incoherentes, con acompañamiento de guitarra, de balafo o de platillos. Interrumpían a veces esta extraña procesión bandadas heterogéneas de mulatos, cuarte-