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¡Caramba! ¡Eso ya lo veo! Pero ¿cómo te llamas?

—Mi sobrenombre de guerra es Vavelan; mi protector entre los bienaventurados es San Sabeo, diácono y mártir, que se conmemora veinte días antes de la Natividad...

Biassou le interrumpió:

—¿Y con qué cara te atreves a presentarte en la parada, en medio de espingardas relucientes y de tahalís blancos, con el sable sin vaina, los calzones desgarrados y los pies cubiertos de lodo?...

—Mi general—respondió el negro—, no es culpa mía. El gran almirante Juan Francisco me encargó de traer el parte de la muerte de Bouckmann, comandante de los cimarrones ingleses; y si mis vestidos están destrozados y los pies sucios, es porque he corrido, sin descansar ni tomar aliento, a fin de llegar antes con la nueva; pero me detuvieron a la entrada del campamento, y...

Biassou arrugó el ceño.

—¡No se trata de eso, gabacho, sino de tu desvergüenza en asistir a la revista tan desaliñado! Encomienda el alma a tu santo patrón, San Sabeo, diácono y mártir, y anda que te fusilen.

Aquí tuve nueva prueba del poderío moral que ejercía Biassou sobre los rebeldes. El infeliz, a quien se ordenaba ser él mismo portador de la orden de su muerte, no se atrevió ni aun a dar quejas. Bajó la cabeza, cruzó los brazos al pecho, hízole un triple saludo a su implacable juez, y, después de haberse arrodillado ante el obí, que le