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siera echarla de magnánimo y generoso. ¿Tú no le conoces, Rigaud? Pues entonces confío en que te quedarás para siempre sin conocerle, porque los blancos le han hecho prisionero, y me libertarán de él, así como lo hicieron con Bouckmann.

—A propósito de Bouckmann—respondió Rigaud—; ahí vienen los cimarrones de Macaya, y veo pasar entre sus filas al negro que envió Juan Francisco para anunciarnos su muerte. ¿Sabes que ese hombre podría destruir todo el efecto de las profecías del obí acerca del fin de aquel jefe si contara que le habían detenido media hora en las avanzadas y que me había participado su noticia antes que le mandaras entrar?

—¡Qué diablo!—dijo Biassou—. ¡Y razón que te sobra, amigo! Es preciso buscar un medio de taparle a ese hombre la boca. Aguarda...

Entonces, alzando la voz, llamó a Macaya.

El comandante de los negros cimarrones se aproximó, presentando, en señal de acatamiento, su trabuco de boca ancha.

—Haz salir de tus filas—repuso Biassou—a aquel negro que va allí y que no debiera.

Era el mensajero de Juan Francisco. Macaya le condujo a presencia del general, quien cobró de súbito en el semblante aquella expresión de cólera que sabía fingir con tanto acierto.

—¿Quién eres?—le preguntó al negro sobrecogido.

—Mi general, soy un negro.