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su presencia, y convidando a Rigaud para que hiciese lo mismo. El apetito de Biassou tenía en sí algo de espantoso.

El obí no participó de sus manjares, y comprendí que, cual todos los de su calaña, jamás comía en público, para persuadir a los negros que era de una esencia sobrenatural y que vivía sin alimento.

Al tiempo propio de almorzar mandó Biassou a uno de sus ayudantes que hiciese empezar la revista, y la turba de sus secuaces comenzó a desfilar en buen orden por delante de la gruta. Los negros de Morne-Rouge pasaron los primeros, en número como de algunos cuatro mil, divididos en apiñadas mitades bajo la guía de sus oficiales, quienes iban, según ya he dicho, adornados con unos calzoncillos o un cinto color de grana. Estos negros, casi todos robustos y de alta estatura, llevaban fusiles, hachas y sables, aunque muchos, a falta de otras armas, se habían provisto de arcos y flechas y azagayas. No tenían cubierta la cabeza y marchaban silenciosos, con aspecto de desconsuelo.

Al desfilar de esta escuadra inclinóse Biassou al oído de Rigaud, y le dijo en francés:

—¿Cuándo acabará la metralla de los blancos de quitarme el estorbo de estos forajidos de Morne-Rouge? ¡Los aborrezco porque casi todos son congos! Y, además, no saben matar sino en la pelea, siguiendo el ejemplo de su imbécil caudillo, su ídolo Bug-Jargal, ese muchacho necio, que qui-