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Había cierto aire burlesco en tal escena, la que acabó de inspirarme alto concepto de la habilidad de Biassou. El medio ridículo que había empleado con tan cabal éxito[1] para desconcertar las ambiciones particulares, siempre tan exageradas entre una turba de rebeldes, me dió la medida, tanto de la estupidez de los negros cuanto de la astucia de su caudillo.

XXXVI

En tanto, había llegado la hora del almuerzo de Biassou, y los sirvientes pusieron ante el mariscal de campo de Su Majestad Católica una gran concha de tortuga llena de una especie de olla podrida, en que las tajadas del mismo animal hacían el oficio de carnero, y las batatas, el de garbanzos, todo profusamente condimentado con lonjas de tocino, mientras una enorme col sobrenadaba en el caldo de aquel puchero. A entrambos lados de la concha, que servía a la vez de marmita y de sopera, había dos cáscaras de coco convertidas en copas y llenas de pasas, sandías, higos y ñames, que servían de postres. Un pan de maíz y una bota de vino, con el sabor a pez que le da el cuero, completaban el banquete. Sacó luego Biassou un puñado de ajos del bolsillo, y restregó con ellos el pan, poniéndose a comer sin mandar siquiera que se llevasen el aún tibio cadáver que yacía en


  1. Más adelante se valió Toussaint-Louverture de igual recurso, obteniendo idéntico ventajoso resultado.—N. del A.