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terrible voz de la tétrica distracción en que estaba sumergido, alzó la cabeza, y aunque tenía aún el ánimo todo conmovido con la imagen del cobarde asesinato que acababa de cometer, la intensidad misma del terror le movió a obediencia. Había algo de extraño en el modo con que aquel hombre procuraba, entre sus ideas de espanto y remordimiento, traer a la memoria los estudios de su juventud, así como en la manera lúgubre que tuvo de proferir esta pueril explicación:

Dominus vobiscum... quiere decir... El Señor sea con vosotros.

Et cum spiritu tuo—añadió solemnemente el misterioso obí.

Amén—respondió Biassou.

Y luego, volviendo a sus ademanes airados y mezclando con su cólera fingida algunas frases sueltas de pésimo latín—por el estilo del médico a palos—para convencer al concurso de su ciencia, le gritó al negro ambicioso:

—Vuelve a entrar en las filas y ponte a la cola de tu compañía. Sursum corda! No sueñes otra vez en elevarte al rango de tus jefes que saben latín; orate, fratres, o te mandaré ahorcar. Bonus, bona, bonum.

El negro, maravillado y atemorizado a un tiempo mismo, volvió a meterse entre filas cubierto de vergüenza y con la cabeza baja, en medio de la rechifla general de sus compañeros, indignados al ver tan mal fundadas pretensiones y fija la vista con admiración en su docto generalísimo.