—Muchos más pudiera alegar—replicó el negro con orgullo—; pero éstos juzgo que se tendrán por suficientes para hacer ver que merezco la categoría de oficial y llevar al hombro una charretera de oro como aquellos compañeros.
Y así diciendo, señaló a los ayudantes y a la plana mayor de Biassou; el generalísimo pareció que meditaba por un momento, y después dirigió al negro con suma gravedad estas palabras:
—Mucho me alegraría de premiarte, porque estoy contento de tus servicios; pero todavía se requiere otra circunstancia a más: ¿sabes el latín?
El forajido, pasmado, abrió los ojos cuanto pudo, diciendo:
—Mi general...
—Eso te pregunto—repuso Biassou sin demora—. ¿Sabes el latín?
—El... latín...—repitió el negro estupefacto.
—¡Sí, sí, sí, el latín! ¿Sabes el latín?—prosiguió el astuto caudillo.
Y desplegando un estandarte en que estaba inscrito el versículo del salmo In exitu Israel de Ægypto, añadió:
—Explícame lo que significan estas palabras.
El negro, en el colmo de su asombro, quedábase inmóvil y mudo, restregándose maquinalmente las manos por sus calzoncillos y volviendo atónito la vista, ya de la bandera al general y ya del general a la bandera.
—Vamos, ¿acabarás de responder?—díjole con impaciencia Biassou.