sangre, y con aire de insensato contemplaba el cuerpo humeante que yacía a sus pies, sin apartar de su víctima los espantados ojos.
Así aguardaba yo el momento en que diera remate a su tarea con mi muerte, y por cierto que mi posición con respecto a aquel hombre era bien extraña: una vez había ya estado para matarme por decir yo que no era blanco, y ahora, para probar que era mulato, iba a convertirse en mi asesino.
—Vamos, amigo, estoy satisfecho de ti—le dijo Biassou.
Y luego miróme y añadió:
—Por ahora te excuso de acabar con el otro. Anda, que te declaro por buen hermano y te confiero el empleo de verdugo de mis ejércitos.
A estas palabras del general salió un negro de entre filas, y, tras hacer a Biassou tres humildes reverencias, prosiguió diciendo en su jerigonza lo que traduciré para que mejor se entienda:
—¿Y a mí, mi general?
—Vamos, ¿qué pretendes tú decir?—preguntó Biassou.
—¿No haréis nada por mí, mi general?—dijo el negro—. Ahí se le da un ascenso a ese perro blanco, que asesina para darse por nuestro, ¿y no lo ha de haber para mí también, que soy un negro bueno?
Tan inesperada súplica puso a Biassou en aprieto. Bajóse hacia Rigaud, y el caudillo de las catervas de los Cayos le dijo en francés: