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—¡Defendedme, vengador de la humanidad!...

Pero el matador apretó ya frenético la hoja de la daga, y un grueso chorro de sangre, que brotó entre sus dedos, vino hasta salpicarle el rostro. Dobláronse entonces de súbito las rodillas del negrófilo, flaqueáronle los brazos, empañáronse sus ojos, lanzaron sus labios un débil gemido y cayó el cuerpo a tierra, convertido ya en exánime cadáver.

XXXV

Tal escena, y en la que pronto me aguardaba desempeñar un papel, me tenía helado de espanto. El vengador de la humanidad había presenciado con aspecto impasible la lucha entre sus dos víctimas, y cuando hubo concluído, dijo, volviéndose hacia sus aterrorizados pajecillos:

—Traedme más tabaco.

Y se puso a mascarlo en sosiego. El obí y Rigaud permanecían inmóviles, y aun los negros parecían horrorizados del espectáculo que su caudillo acababa de ponerles ante los ojos.

Un solo blanco quedaba por despachar aún, y éste era yo; de modo que conocí haberme llegado mi vez. Eché, pues, una mirada sobre el asesino que iba a ser mi verdugo, y causóme lástima el verle. Tenía los labios amoratados y rechinábanle los dientes; un movimiento convulsivo agitaba sus trémulos miembros, capaces apenas de sostenerle; pasábase sin cesar, y como maquinalmente, la mano por las sienes para limpiar las manchas de