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Púsose entonces en pie, y, deteniéndole el brazo a su asesino, dijo en tono lastimero:

—¡Misericordia! ¡Misericordia! ¿Qué pretende usted conmigo? ¿Qué le he hecho para ofenderle?

—Llegó la hora de la muerte, caballero—replicó el mestizo, procurando soltarse el brazo y clavando sobre su víctima la vista desatentada—. No me estorbe usted, que no le haré daño.

—¡Morir a manos de usted!—clamaba el economista—. ¿Y por qué? ¡Perdóneme usted! ¿Me guarda usted rencor porque dije en algún tiempo que no era de sangre limpia? Pues déjeme usted la vida, y le prometo reconocerle por blanco. Sí, usted es blanco, y lo diré por dondequiera... ¡pero misericordia!

El negrófilo había elegido con poco tino sus medios de defensa.

—¡Cállate, cállate!—gritó su rival, enfurecido y temeroso de que oyesen los negros semejante declaración.

Mas el otro clamaba con toda su fuerza que le conocía por blanco y de excelente estirpe. El mulato hizo un postrer esfuerzo para acallarle, y apartando con violencia entrambas manos, que le detenían, metió el puñal por entre las vestiduras del ciudadano C... Sintió el desdichado la punta del acero, y mordió rabioso el brazo que lo clavaba.

—¡Monstruo! ¡Malvado! Que me asesinas...—dijo.

Y volviéndose hacia Biassou, añadió: