—repuso el miserable—. Señor general en jefe, la prueba de que soy de sangre mestiza está en esta raya negra alrededor de las uñas[1].
Biassou rechazó la mano que alargaba con súplica.
—Yo no poseo la ciencia del señor capellán, que adivina por las manos quién o qué sea cualquier persona. Escúchame, pues: los soldados te acusan, los unos de ser blanco, los otros de ser hermano traidor, y, si tal fuere, en ambos casos deberás morir. Tú afirmas que perteneces a nuestra casta y que jamás renegaste de ella. Un medio sólo te queda de probar tus asertos y de salvarte.
—¿Cuál, mi general? ¿Cuál es?—preguntó el hacendado con suma ansia—. Estoy pronto.
—Hele aquí—contestó Biassou con frialdad—. Agarra este cuchillo y da por tu propia mano de puñaladas a esos dos prisioneros blancos.
Así hablando, señaló hacia nosotros con la mano y con la vista; el hacendado se echó atrás ante la daga que Biassou, con sonrisa infernal, le ofrecía.
—¿Cómo es eso?—dijo el generalísimo—. ¿Conque titubeas? Pues era el único medio de probarnos, al ejército y a mí, que no eres blanco, sino de los nuestros. Vamos: resuélvete pronto, que me haces perder el tiempo.
Tenía el preso los ojos desencajados; dió un
- ↑ Suelen muchos mestizos tener, en efecto, este signo en el nacimiento de las uñas, el que se desvanece con los años, pero renace en sus hijos.—N. del A.