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El infeliz respondía, lamentándose de un modo lastimero:

—¡Soy mulato! ¡Soy de los vuestros!

—¿La prueba?—dijo con frialdad Biassou.

—La prueba—respondió el otro, desatentado—, es que siempre me despreciaron los blancos.

—Eso puede muy bien ser verdad—replicó Biassou—, porque eres un insolente.

Un mulato joven dijo con empeño, encarándose con el hacendado:

—Tienes razón, los blancos te despreciaban; pero tú, en cambio, afectabas despreciar a la gente de color, entre quienes te contaban aquéllos, y hasta me han dicho que en cierta ocasión desafiaste a un blanco porque te echó en cara pertenecer a nuestra casta.

Un murmullo universal se alzó de entre el indignado concurso, y los gritos de muerte sofocaron con redoblada violencia las disculpas del acusado, quien, echándome con disimulo una mirada de súplica, repetía lloroso:

—¡Eso es una calumnia! Yo no tengo más dicha ni más orgullo que el pertenecer a los negros. Yo soy mulato.

—Si fueses mulato de veras—observó Rigaud con aparente sosiego—, no te valdrías de semejante palabra[1].

—¡Ay de mí! ¿Acaso sé siquiera lo que me digo?


  1. Hay que recordar que los pardos rechazan con ira este nombre, inventado, según ellos, por el desdén de los blancos.—N. del A.