muy limpia, y que me había provocado a desafío por decirle tal injuria.
Un clamor general entre los rebeldes ahogó la respuesta del hacendado:
—¡Muera, muera! Mort! Death! Touyé! Touyé!—gritaban todos, cada cual a su manera, rechinando los dientes y amenazando con el puño cerrado al infeliz cautivo.
—Mi general—dijo un mulato que se expresaba con mayor facilidad que el resto—, es un blanco, y es preciso que muera.
El pobre hacendado, a fuerza de gestos y de gritos, logró hacer que le oyeran algunas palabras:
—No hay tal cosa; no hay tal cosa, señor general; no, hermanos míos, ¡yo no soy blanco! Eso es una abominable calumnia. Soy mulato, de sangre mixta, como vosotros; hijo de una negra, cual vuestras madres y vuestras hermanas.
—¡Miente, miente!—decían los negros enfurecidos—. Es un blanco, y siempre ha aborrecido a los negros y a los pardos.
—¡Jamás!—respondió el prisionero—. Los blancos son a quienes detesto, porque soy uno de vuestros hermanos y siempre he dicho, como vosotros: Negré ce blan, blan ce negré[1].
—¡Nada de eso, nada de eso!—clamaba la muchedumbre—. Touyé blan!, touyé blan![2].