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zos, se puso erguido, respirando orgullo, y repeliendo con el pie la cabeza del blanco postrado ante sus plantas, exclamó en alta voz:

—¡Quería probar hasta dónde llega la vileza de los blancos después de haber presenciado hasta dónde alcanza su crueldad! A ti, ciudadano C..., te debo el doble ejemplo. ¡Bien te conozco! ¿Cómo has podido ser tan necio que no lo percibieras? Tú fuiste quien presidió en las justicias de junio, julio y agosto; tú, quien plantaste cincuenta cabezas de negros en la entrada de tu hacienda; tú, quien quería degollar a los quinientos esclavos que después de la rebelión tenías aprisionados, y colocar un cordón de cabezas de esclavo en la ciudad, desde el castillo de Picolet hasta la punta del Caracol. Tú, si hubieras podido, habrías hecho un trofeo de mi cabeza, y ahora te considerarías por muy dichoso si yo quisiese admitirte de criado. No, no; quiero cuidar de tu honor más que lo haces tú mismo, y no te impondré tal ultraje. ¡Prepárate para la muerte!

Hizo un gesto, y los negros pusieron junto a mí al desgraciado negrófilo, que, sin poder proferir una sola palabra, había caído ante sus pies como herido del rayo.

XXXIV

—A ti te toca—dijo el caudillo, volviéndose hacia el último de los prisioneros, el hacendado a quien acusaban los blancos de tener la sangre no