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—¡Caramba!—dijo Biassou, inclinándose hacia el obí—. ¿Qué diantres quiere decir con esa cáfila de vocablos, ensartados unos detrás de otros como las cuentas de tu rosario?

El obí se encogió de hombros en ademán de persona que no entiende y que desprecia. Sin embargo, el ciudadano C... proseguía así la relación:

—Yo he estudiado... dignaos escucharme, valeroso caudillo de los valientes regeneradores de Santo Domingo; yo he estudiado a los grandes economistas, a Turgot, a Raynal y a Mirabeau, el amigo del pueblo. He puesto su teoría en práctica, y poseo la ciencia indispensable para el gobierno de las monarquías o de los Estados cualesquiera.

—El economista no es económico en cuanto a palabras—dijo Rigaud con su sonrisa suave y burlona.

Biassou exclamó mientras tanto:

—Y dime, hablador descomunal, ¿tengo yo Estados que gobernar, por ventura?

—Todavía no, hombre grande—replicó C...—; pero puede venir el caso, y, además, mi ciencia se humilla, sin mengua de su dignidad, a entrar en los pormenores necesarios para la administración de un ejército.

—Yo no administro mi ejército, señor hacendado, sino lo mando—dijo el generalísimo, interrumpiéndole de nuevo con viveza.

—Pues está muy bien—expuso el ciudadano—; vos haréis de general y yo de intendente militar.