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—¡Bueno va! ¿Y qué castigo le impondrías al culpable?

Aquí el desdichado C... titubeó.

—Vamos—repuso Biassou—-, ¿eres amigo de los negros o no lo eres?

Entre ambas alternativas, prefirió el negrófilo la que menor peligro presentaba, al parecer, y no viendo ningún intento hostil contra su persona en el semblante de Biassou, contestóle en voz apagada:

—Merece la pena de muerte.

—Muy bien respondido—dijo Biassou con mucho sosiego, arrojando el tabaco que tenía en la boca para mascar.

En esto, su aspecto de indiferencia había infundido algunos ánimos al infeliz negrófilo, y haciendo un esfuerzo para desvanecer cuantos recelos pudieran abrigarse contra su persona, comenzó una arenga en términos tales:

—Nadie hace votos más ardientes que los míos por el triunfo de vuestra causa. Yo soy corresponsal de Brissot y de Pruneau, de Pomme-Gouge, en Francia; de Magaw, en América; de Peter Paulus, en Holanda; del abate Tamburini, en Italia...

Y proseguía explayándose en esta letanía filantrópica, que estaba pronto siempre a entonar y que le había yo oído recitar en casa del gobernador, en circunstancias diversas y con diverso fin, cuando Biassou le atajó los vuelos:

—¡Y qué se me da a mí de todos tus corres-