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rrección con los suplicios más crueles, y pensarás, como nosotros, que no los negros, sino antes los blancos, son los verdaderos rebeldes, puesto que se ponen en rebeldía contra la humanidad y los dictados naturales! ¡Habrás entonces de abominar a tales monstruos!

—¡Los abomino!—respondió C...

—Pues bien—repuso Biassou—: ¿qué te parecería de un hombre que, para sofocar las postreras tentativas de los esclavos, hubiese puesto cincuenta cabezas de negro a los costados de la alameda de su hacienda?

La palidez de C... llegó a ser horrible.

—¿Qué pensarías de un blanco que hubiese propuesto hacer un cordón alrededor de la ciudad del Cabo con cabezas de negros?...

—¡Perdón! ¡Perdón!—dijo el ciudadano general aterrorizado.

—¿Y en qué te amenazo?—respondió Biassou con suma frialdad—. Déjame acabar... ¿Un cordón de cabezas de negros desde el castillo de Picolet al cabo Caracol? ¿Qué te parece? ¡Responde!

Las palabras ¿en qué te amenazo? habían hecho recobrar alguna esperanza a C..., quien pensó que acaso sabría Biassou tales horrores sin tener averiguado su autor; y así, respondió luego con alguna entereza, a fin de disipar cualquier sospecha que le fuese adversa:

—Me parece que son unos crímenes atroces.

Biassou soltó su carcajada.