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notable contraste con la entereza, un tanto fanfarrona, del carpintero, y temblaban todos sus miembros.

Biassou los miró a uno después de otro, con su aire de raposa, y luego, entreteniéndose con prolongar su agonía, entabló con Rigaud una conversación sobre las diversas especies de tabaco, asegurando que el de la Habana no era bueno sino para fumar en cigarros, y que para tomar en polvo no había tabaco como el de España, del que Bouckmann le había enviado dos barriles cogidos en casa de M. Lebattu, hacendado en la Tortuga. En seguida, dirigiéndose de golpe al ciudadano general C...:

—¿Qué te parece?—le preguntó.

Esta consulta inesperada desconcertó al ciudadano, que respondió balbuciente:

—Mi general; en ese punto, me fío en el parecer de su excelencia.

—¡Adulación!—replicó Biassou—. Tu sentir es lo que pretendo averiguar, y no el mío. ¿Sabes que haya mejor tabaco de polvo que el de M. Lebattu?

—Por cierto que no, excelentísimo señor—dijo C..., con cuya turbación se divertía Biassou.

Mi general, su excelencia, excelentísimo señor—repuso el caudillo con apariencias de enojo—. ¿Eres tú acaso un aristócrata?

—Nada de eso—exclamó el ciudadano general—. Soy patriota de 1791, de los puros, y entusiasta negrófilo...