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desfilar al ejército, cuando tres corros de negros alborotados llegaron a una a la entrada de la cueva con furiosos clamores. Cada cual traía un prisionero, que quería entregar a disposición de Biassou, no tanto por saber si le acomodaría perdonarles, cuanto para averiguar qué especie de muerte o de suplicios era su antojo que padecieran. Demasiado lo anunciaban sus siniestros gritos:

Mort! Mort!—decían algunos.

—¡Mueran! ¡Mueran!—repetían otros; y

Death! Death!—respondían algunos negros ingleses, quizá de los secuaces de Bouckmann, que habían ya acudido a incorporarse con los negros españoles y franceses de Biassou.

El mariscal de campo les impuso silencio, y con un gesto mandó adelantar los tres cautivos al umbral de la gruta, y de ellos reconocí a dos con viva sorpresa. Era el uno aquel ciudadano general C..., aquel filántropo corresponsal de todos los negrófilos del universo, que había emitido contra los negros un parecer tan cruel en casa del gobernador; era el otro aquel blanco hacendado, de dudosa estirpe, que manifestaba tal repugnancia hacia los mulatos, entre quienes le contaban los blancos; el tercero aparentaba pertenecer a la categoría de artesanos blancos y llevaba un mandil de cuero con las mangas arremangadas hasta el codo. Los tres habían sido cogidos, cada cual por separado, procurando ocultarse en la sierra.