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Me estremecí, y quise lanzarme del asiento; pero los centinelas me contuvieron.

—¡No tienes paciencia! Oyelo todo—repuso el obí—. La cruz pequeña en que remata la curva completa la explicación. Tu mujer te fué arrebatada la noche misma de la boda.

—¡Miserable!—prorrumpí—, ¿sabes tú dónde está?... ¿Quién eres?

Y probé a soltarme de nuevo y arrancarle el velo; pero me fué preciso ceder al número y la fuerza, y vi con rabia alejarse al misterioso obí, diciéndome:

—¿Me creerás ahora? ¡Prepárate para tu muerte inmediata!

XXXII

Y para arrancarme un instante a los perplejos pensamientos en que me había sumido tan extraña escena, apenas bastó el nuevo drama que se siguió en mi presencia a la ridícula farsa representada por Biassou y el obí ante sus atónitas gavillas.

Habíase vuelto a colocar Biassou en su asiento de caoba, con el obí a su derecha y Rigaud a su izquierda, sobre los dos cojines que hacían juego con el trono del principal cabeza. El obí, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía absorto en profunda meditación; Biassou y Rigaud estaban mascando tabaco, y un ayudante había venido a saber del mariscal de campo si se mandaba

Bug-Jargal
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