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la risa contenida, del primero respondiendo al sarcasmo del generalísimo.

No sabré explicar por qué; pero este obí me atormentaba el pensamiento, y me parecía haber visto u oído de antemano algo que se asemejaba a aquel tan extraño ente, a punto que resolví hablarle.

—Señor obí, señor cura, doctor, médico, señor capellán, bon per—le dije.

Volvióse hacia mí con presteza.

—Queda aún aquí una persona a quien no le ha dicho su buenaventura, y ésa soy yo.

Cruzó los brazos sobre el sol de plata que le cubría el velludo pecho, y no me replicó; yo continué:

—De buena gana sabría yo lo que augura de mi suerte venidera; pero sus honrados camaradas me han privado de mi reloj y mi bolsa, y no juzgo que el señor obí sea sujeto para profetizar de balde.

Se acercó junto a mí precipitadamente, y me dijo en voz hueca al oído:

—Te equivocas; dame la mano.

Alarguésela, mirándole cara a cara; chispeábanle los ojos y hacía ademán de examinarme la mano.

—Si la línea de la vida—me dijo—está cortada hacia la mitad por dos rayas transversales y visibles, es indicio de muerte próxima. Tu muerte está próxima.

Si no se encuentra la línea de la salud en el