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mote: “Las preocupaciones, vencidas; la vara de hierro, rota; ¡viva el rey!” Este pergamino era un pasaporte expedido por Juan Francisco.

El emisario le presentó a Biassou, y, después de humillarse hasta tocar la tierra, le entregó el pliego sellado. El generalísimo lo abrió con precipitación, recorrió los despachos que contenía, se metió algunos en los bolsillos y, estrujando otro entre las manos, exclamó con aspecto desconsolado:

—¡Tropas del rey!

Los negros hicieron una profunda reverencia.

—¡Tropas del rey! He aquí lo que manda decir a Juan Biassou, generalísimo del país conquistado y mariscal de campo de los ejércitos de Su Majestad Católica, Juan Francisco, gran almirante de Francia y teniente general de los ejércitos de su antedicha Majestad el Rey de España y de las Indias.

Bouckmann, caudillo de ciento veinte negros de las Montañas Azules de Jamaica, reconocidos independientes por el gobernador de Belle-Combe; Bouckmann acaba de sucumbir en la gloriosa lucha de la libertad y la humanidad contra el despotismo y la barbarie. El generoso caudillo ha muerto en un encuentro con los forajidos blancos que manda el infame Touzard, y los monstruos le han cortado la cabeza, anunciando que iban a colocarla con ignominia en un cadalso en la plaza de Armas de su ciudad del Cabo. ¡Venganza!

El lúgubre silencio de un general desaliento si-