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sin soltar el aliento, inmóviles los ojos y clavados en el juglar con aquella especie de atención que tanto se asemeja al estupor.

—Tan sólo hay—prosiguió el obí—que no sé cómo concuerden ambos signos, si el uno presagia a Bouckmann que ha de morir en la batalla y el otro le amenaza con un cadalso. Mi ciencia, empero, es infalible.

Se detuvo y echó una ojeada a Biassou, y éste dijo al oído algunas palabras a uno de sus ayudantes, quien salió sin tardanza.

—La boca abierta y lacia—tornó a decir el obí, volviéndose hacia el concurso y con tono bufón y malicioso—, una actitud insignificante, los brazos colgando y la mano izquierda vuelta para afuera sin que haya motivo, anuncian la necedad natural, la falta de seso y una curiosidad embrutecida.

Soltó Biassou su risa sarcástica, cuando en este momento regresó el ayudante, trayendo en su compañía a un negro cubierto de polvo y fango, y cuyos pies, cortados por los pedernales y abrojos, eran claro indicio de que venía de una larga jornada. Este era el mensajero anunciado por Rigaud. Traía en una mano un pliego cerrado, y en la otra, desdoblado, un pergamino con un sello en figura de corazón inflamado. En el medio estaba una cifra compuesta de las letras características M. y N., enlazadas entre sí para designar, sin duda, la unión de los mulatos libres y de los negros esclavos. A un lado de la cifra se leía por