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ronca cobraba a veces un acento atiplado y chillón, que me chocaba como un recuerdo—. Si venís todos juntos, juntos iréis a la hoya.

Entonces se detuvieron, y, en este instante, un hombre de color, vestido al uso de los hacendados ricos, con chaqueta y pantalón blanco y un pañuelo atado en la cabeza, se acercó a Biassou; la consternación se hallaba retratada en su semblante.

—¡Y bien!—dijo el generalísimo en voz baja—, ¿qué es eso?, ¿qué tienes, Rigaud?

Era, pues, el caudillo mulato de las gavillas de los Cayos, conocido más en adelante bajo el nombre del general Rigaud, hombre astuto bajo apariencia de candidez y cruel bajo la capa de dulzura. Le examiné con atención.

—Mi general—respondió Rigaud—porque si bien hablaba en tono muy bajo, estaba yo tan próximo a Biassou que logré oírles—, a la entrada del campamento hay un mensajero de Juan Francisco con la noticia de que Bouckmann ha muerto en un encuentro con M. De Touzard, y que los blancos han colgado su cabeza en la ciudad por trofeo.

—¿No hay más que eso?—contestó Biassou, brillándole los ojos de gozo al ver disminuirse el número de los cabecillas y acrecentarse, por consiguiente, su importancia.

—Además, el emisario de Juan Francisco trae un mensaje para el general.

—Bien está—repuso Biassou—; pero amigo Rigaud, no tengas esa cara de espanto.

—Pues ¿qué, mi general—objetó Rigaud—, la