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servar la confianza de los negros si no hubiera añadido los sortilegios a sus drogas y tratado de obrar con tanta más violencia sobre la imaginación de sus pacientes cuanto menor era su influjo verdadero sobre los males. Así es que ya se contentaba con tocar sus heridas haciendo algunos gestos místicos, ya valiéndose con tino de aquel resto de sus antiguas supersticiones, que mezclaba con su catolicismo reciente, metía en la llaga una piedrecita fetiche envuelta en hilas, y el herido atribuía a la piedra los saludables efectos de su cubierta. Si le anunciaban que alguno de los heridos bajo su cuidado había muerto, o de las resultas del daño original, o aun quizá de su propio desatinado método de cura, respondía en tono solemne:

—Ya lo tenía yo previsto: era un traidor que en el incendio de tal hacienda salvó a un blanco, y su muerte es un castigo.

Entonces, la caterva de atónitos rebeldes le aplaudía, más enconada aún en sus sentimientos de odio y de venganza. El charlatán se valió aún de otro sistema curativo que me chocó por su extrañeza. Era el paciente uno de los jefes negros, herido de bastante gravedad en el postrer encuentro, y, después de haber examinado la lesión y de hacer la cura lo mejor que pudo, exclamó, subiendo al altar:

—Todo esto no vale nada.

Desgarró luego tres o cuatro hojas del misal, las quemó a la luz de los cirios robados de la igle-