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Otro nuevo espectáculo y género nuevo de charlatanismo y alucinamiento excitó mi curiosidad; a saber: la curación de los heridos. El obí, que ejercía en el ejército el doble cargo de médico para las dolencias del alma y del cuerpo, había empezado a visitar los pacientes. Se había desnudado de sus atavíos sacerdotales y llevaba junto a sí un gran cajón con compartimientos, donde iban sus drogas y herramientas, aunque, a decir verdad, poco usaba de sus instrumentos quirúrgicos; y excepto una lanceta de espina de pescado, con la que practicaba con suma habilidad una sangría, le tuve por muy torpe en el asunto, manifestando gran embarazo en manejar las tenazas que le servían de pinzas y el cuchillo que hacía de bisturí. La mayor parte del tiempo se contentaba con recetar cocimientos de naranjas silvestres, de zarzaparrilla o raíz de China, con algunos sorbos de aguardiente de cañas añejo. Su remedio favorito y, según él decía, soberano, constaba de tres copas de vino tinto mezclado con polvos de nuez moscada y la yema de un huevo duro, cocido entre el rescoldo. De este específico se servía para curar cualquier especie de llaga o dolencia. Fácil es de conocer que semejante medicina era tan irrisoria como el culto divino de que se fingía sacerdote, y es de calcular que el muy corto número de curas hijas del acaso no le hubieran bastado para con-

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