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su arenga no sé qué oculto poderío de seducción. El arte con que entreveraba con sus declamaciones pormenores a propósito calculados para halagar las pasiones o el interés de los insurgentes, añadía cierto grado de fuerza a aquella elocuencia, tan adecuada para aquel auditorio.

No intentaré pintar qué grado de tétrico entusiasmo se manifestó en el ejército tras la alocución de Biassou. Fué un concierto discordante de clamores, de aullidos y de lamentos. Golpeábanse unos el pecho, sacudían otros sus mazas y sables, muchos permanecían de rodillas en actitud de inmóvil éxtasis. Las negras se desgarraban el seno y los brazos con las espinas de pescado que les servían para peinar sus cabellos. Las guitarras, los timbales, las cajas y los balafos mezclaban su estrépito con las descargas de fusilería. Era, por fin, aquello una algazara infernal.

Hizo Biassou un gesto con la mano, y el tumulto cesó luego como por encanto, y cada negro fuese en silencio a ocupar su puesto. Tan severa disciplina a que había doblegado Biassou a sus iguales, por el mero ascendiente de su ingenio y voluntad firme, me llenaron, por decirlo así, de admiración. Todos los soldados de aquel ejército parecían hablar y moverse al impulso del caudillo como las teclas del órgano ceden a los dedos del músico.