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hombros, caí de rodillas cual los demás, precisado a tributar un simulacro de respeto a este simulacro de culto.

El obí ofició con seriedad; los dos pajecillos blancos de Biassou hacían oficio de diácono y sub-diácono, y la turba de los rebeldes, doblada siempre la rodilla, asistía a la ceremonia con un aspecto de devoción de que daba el generalísimo el primer ejemplo. Al momento de la elevación volvióse hacia el ejército el obí, enseñando la hostia, y exclamó en su dialecto:

Zoté coné bon Giu; ce li mo fé zoté voer. Blan touyé li, touyé blan yo touté[1].

A estas palabras, pronunciadas en una voz fuerte, que se me antojó haber ya oído en alguna otra parte y otros tiempos, la muchedumbre entera lanzó un rugido; hirieron los soldados sus armas una con otra por largo espacio, y todo el poder de Biassou fué necesario para impedir que aquel siniestro rumor no fuese el anuncio de mi hora postrera. Comprendí, empero, a qué exceso de valor y de crueldad podían llegar estos hombres, para quienes un puñal era un crucifijo, y en cuyo ánimo las emociones eran tan súbitas y profundas.


  1. “Ya conocéis a Dios y aquí os lo enseño. Los blancos le mataron; matad a todos los blancos.” Más adelante, Toussaint-Louverture tenía costumbre de dirigir la misma alocución a los negros después de haber comulgado.—Nota del autor.