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costados del extraño altar: Dubuisson y Compañía, en Nantes.

Cuando los vasos sagrados estuvieron en su lugar, notó el obí que faltaba un crucifijo, y, sacando el puñal, cuyo mango estaba en forma de cruz, lo clavó en pie ante el tabernáculo, entre el cáliz y el viril. En seguida, sin quitarse la caperuza de hechicero ni el velo de penitente, se echó sobre los hombros desnudos la capa pluvial, robada al vicario del Acul; abrió el misal con manecillas de plata, en que se habían leído las oraciones de mi fatal casamiento, y, volviéndose hacia Biassou, sentado a pocos pasos de distancia del altar, anunció con un profundo saludo que estaba ya listo para la ceremonia.

Al punto, a una señal del caudillo se descorrió el cortinaje de cachemira de la entrada y nos mostró el ejército entero de los negros, formado en columnas cerradas a la boca de la cueva. Biassou se quitó el sombrero redondo, se postró delante del altar y gritó con voz sonora:

—¡De rodillas!

—¡De rodillas!—repitieron los jefes de batallón.

Sonó un redoble de tambores, y toda la gavilla estaba arrodillada.

Yo solo había quedado inmóvil en mi asiento, escandalizado del sacrilegio que iba a cometerse en mi presencia; pero los dos robustos mulatos que me tenían bajo su guardia me arrebataron el asiento y, empujándome con violencia por los