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lebre para mí y para mis soldados el santo sacrificio de la misa.

El obí se levantó, hizo delante de Biassou una profunda reverencia y le dijo al oído unas cuantas palabras, que interrumpió el general prorrumpiendo en alta voz:

—¿Dice usted, señor cura, que no hay altar? Pero ¿qué tiene eso de extraño entre los montes? ¡Ni qué importa! ¿Desde cuándo acá exige el bon Giu[1] para su culto un magnífico templo ni un altar adornado con oro y con encajes? Gedeón y Josué le adoraron ante un montón de piedras; hagamos, pues, bon per[2], como ellos hicieron, que al bon Giu le basta con corazones fervorosos. ¡Que no hay altar! Pues ¿por qué no armar uno con la caja grande de azúcar que los soldados del Rey cogieron ayer en el ingenio de Dubuisson?

Pronto se puso en planta el mandato de Biassou, y en un abrir y cerrar de ojos quedó listo lo interior de la caverna para semejante parodia de los divinos misterios. Trajeron un tabernáculo y un copón, robados de la iglesia parroquial del Acul, de aquel templo mismo donde mi enlace con María recibió del cielo una solemne bendición, tan luego acompañada de amargos infortunios, y pusieron por altar una caja de azúcar robada, parte del botín de algún ingenio vecino, y cubierta con una sábana a guisa de paño, lo que no tapaba el rótulo siguiente, que podía leerse en los


  1. El buen Dios.
  2. Buen padre.