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—Veinte años.

—¿Cuándo los cumpliste?

A semejante pregunta, que despertaba en mi alma tantos y tan dolorosos recuerdos, me quedé absorto en mis ideas; la repitió, empero, con empeño, y entonces yo le contesté:

—El día que ahorcaron a tu compañero Leogrí.

Sus facciones se contrajeron de ira, y la carcajada duró más aún de lo usual; pero al cabo se contuvo, diciendo:

—Hace veintitrés días ahora que murió Leogrí, y esta noche irás a decirle que le sobreviviste veinticuatro días no más. Quiero dejarte hoy todavía en el mundo para que puedas contarle a qué altura se halla la libertad de sus hermanos, lo que hayas presenciado en el cuartel general de Juan Biassou, mariscal de campo, y cuánta es la autoridad que ejerce este generalísimo sobre la gente del Rey.

Bajo título semejante, Juan Francisco, quien se hacía apellidar Gran Almirante de Francia, y su camarada Biassou, designaban sus catervas de negros y mulatos rebeldes.

Mandó luego que me hiciesen sentar en un rincón de la cueva, entre dos vigilantes, y señalando con el dedo a algunos negros con el disfraz de ayudantes de campo, dijo:

—Que se toque generala y que venga todo el ejército a las cercanías de mi cuartel general, que quiero pasarle revista. Y usted, señor padre capellán, revístase de sus hábitos sacerdotales y ce-