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Dos cojines de terciopelo carmesí, que parecían sacados de algún oratorio, señalaban dos puestos a derecha e izquierda del leño de caoba. Uno de ellos, el de la derecha, se hallaba ocupado por el obí que me libertó del furor de las griotas. Estaba él sentado, con las piernas cruzadas, derecha la varita, inmóvil cual un ídolo de porcelana en una pagoda chinesca, tan sólo que a través de las hendeduras del velo veía chispearle los ojos, enardecidos y clavados en mí sin pestañear.

A cada lado del caudillo había unos haces de pendones, banderas y gallardetes de toda especie, entre los cuales reparé en la bandera blanca francesa con flores de lis, la bandera tricolor y la bandera española; las restantes eran insignias de capricho, incluso un gran estandarte de color negro.

A la cabecera de la estancia, por encima del principal personaje, otro objeto llamó asimismo mi atención: un retrato del mulato Ogé, ajusticiado el año anterior en el Cabo por crimen de rebelión con su teniente Juan Bautista Chavanne, y otros veinte cómplices, entre pardos y negros. En este retrato, Ogé, hijo de un carnicero del Cabo, estaba representado como tenía costumbre de hacerse pintar, es decir, con uniforme de teniente coronel, la cruz de San Luis y la orden de mérito del León, que había comprado en Europa al príncipe del Limburgo.

El mulato en cuya presencia me veía yo ahora era hombre de mediana estatura, y en el semblante presentaba una extraña mezcla de astucia