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aquella cueva, privada de la luz del día. Entre dos filas de soldados mulatos descubrí a un hombre de color, sentado en un grueso tronco de caobo, medio encubierto por un tapiz de plumas de papagayo. Este hombre pertenecía a la especie de los salto-atrás, que no está separada de los negros sino por diferencias casi imperceptibles. Su vestido era ridículo. Una magnífica faja de red de seda, de donde colgaba una cruz de San Luis, le ceñía a la altura del ombligo unos calzoncillos azules, de lienzo tosco, y una chupa de cotonía blanca, demasiado corta para alcanzarle a la cintura, completaba el resto de su ajuar. Llevaba, además, botas grises, un sombrero redondo, coronado con la cucarda encarnada, y dos charreteras: la una de oro, con estrellas de plata en la pala, cuales usan los mariscales de campo en Francia, y la restante, de lana amarilla. Dos estrellas de cobre, que aparentaban ser dos acicates de espuela, estaban clavadas en la postrera, sin duda para hacerla digna de su brillante compaña. Estas dos charreteras, que no tenían sujeción por medio de presillas en su lugar debido, colgaban por ambos lados de los hombros sobre el pecho del personaje. Un sable y dos pistolas ricamente embutidas estaban a su lado, sobre un tapiz de plumas.

Detrás de su asiento, silenciosos e inmóviles, se veían dos niños con el vestido de esclavos, y cada uno con un inmenso abanico de plumas de pavo real. Estos dos niños eran dos blancos reducidos ahora a cautiverio.