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el camino examiné con curiosidad su equipo, que consistía en un uniforme de paño tosco, pardo y amarillo, y cortado a la española: una especie de montera castellana, adornada de una cucarda encarnada[1], les cubría su pelo de lana. En lugar de cartuchera llevaban una especie de morral colgando del costado, y sus armas eran un fusil de mucho peso, un sable y un machete. Después supe que este uniforme era el de la guardia particular de Biassou.

Después de grandes rodeos entre las filas irregulares de chozas, que embarazaban el terreno del campamento, llegamos a la entrada de una gruta, labrada por la naturaleza al pie de uno de aquellos inmensos lienzos de peña viva de que estaba el valle amurallado. Un gran cortinaje de aquella tela tibetana llamada cachemira, y que no tanto se distingue por lo vivo de sus colores cuanto por la suavidad de su trama y lo variado de sus dibujos, escondía a la vista lo interior de esta caverna, rodeada por espesas hileras de soldados, todos con igual equipo que mis conductores.

Tras dar la seña a los dos centinelas que se paseaban a los umbrales de la gruta, el comandante del piquete alzó el cortinaje y me introdujo consigo, dejándole caer tras de mí.

Una lámpara de cobre con cinco mecheros, colgada de unas cadenas a la bóveda, difundía sus trémulos rayos sobre las húmedas paredes de


  1. Ya se sabe que éste es el color de la cucarda española.—N. del A.