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las hogueras, y el viento me traía a veces algunos trozos de sus bárbaras canciones entre la música de las guitarras y balafos. Varios centinelas colocados en la cima de los más cercanos peñascos vigilaban los alrededores del cuartel general de Biassou, cuya única defensa, en caso de ataque, consistía en una línea circular de carretones cargados con las municiones y el botín. Aquellos atezados centinelas, erguidos sobre la aguzada punta de las pirámides de granito de que están erizados los cerros, daban vueltas a menudo, como las veletas de los góticos campanarios, y se corrían con toda la fuerza de sus pulmones esta palabra, que aseguraba el sosiego del campamento:

—Nada, nada.

De tiempo en tiempo se formaba en torno de mi persona un corro de negros curiosos, que todos me contemplaban con aire amenazador.

XXVIII

Al cabo, un piquete de soldados de color, bastante bien armados, se llegó hacia nosotros, y el negro a quien parecía yo pertenecer me desató de la encina a que estaba atado y me entregó en manos del comandante de la escolta, recibiendo en pago un saco, que abrió sin demora, y que estaba lleno de pesos fuertes. Mientras el negro, arrodillado sobre la hierba, los iba contando con ansia manifiesta, los soldados me separaron de allí. En