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viné que sería el hechicero del ejército de Biassou.

—¡Basta, basta!—dijo al acercarse a ellas en tono de voz grave y apagada—. Dejad al prisionero de Biassou.

Todas las negras, alzándose en tumulto, arrojaron los instrumentos de muerte de que iban cargadas, volvieron a ceñirse su delantal de plumas y desaparecieron a un gesto del obí cual una nube de langostas.

En este instante pareció clavarse en mí la mirada del hechicero, y con un estremecimiento en todo su cuerpo, dió un paso atrás y extendió la vara hacia las griotas cual para mandarlas regresar. Con todo, después de refunfuñar entre sí, oyéndosele tan sólo la palabra maldito, dijo no sé qué al oído del negro, y se retiró a paso lento, con los brazos cruzados y los ademanes de un hombre embebido en profundas meditaciones.

XXVII

En seguida me avisó mi vigía que Biassou deseaba verme y que había de prepararme para dentro de una hora a la entrevista con aquel caudillo.

Sin duda, quedábame aún una hora de vida, y mientras transcurría, dejé correr mis miradas por el campamento de los rebeldes, cuyo singular aspecto me demostraba la luz clara del día hasta en los más pequeños pormenores. Quizá en un estado

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