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Era éste un hombre muy bajo y rechoncho, especie de enano, que llevaba cubierto el rostro con un velo de color blanco, y en él hechas tres aberturas para los ojos y boca, al estilo que usan los penitentes. El velo, que caía sobre los hombros y cuello, dejaba al descubierto su pecho velludo, que, según el color, me pareció de salto atrás, donde brillaba, colgado de una cadena de oro, el sol de plata arrancado de un viril. Por encima del cinto de grana, que sostenía unas faldas o enaguas rayadas de verde, amarillo y negro, con franjas que le cubrían los pies, grandes e informes, asomaba el mango de un puñal de trabajo tosco, hecho en forma de cruz. Los brazos iban desnudos, así como el pecho, y empuñaba en su mano una varita blanca; un rosario de cuentas de cachumbo le colgaba de la cintura, junto al puñal, y llevaba sobre la frente una caperuza puntiaguda, ornada de cascabeles, en la que, no sin gran sorpresa, reconocí la gorra de Habibrah. La diferencia única consistía en que entre los jeroglíficos de que estaba aquella especie de mitra cubierta se notaban ahora manchas de sangre. Sin duda alguna, era la del fiel bufón, y aquellos indicios del asesinato los tuve por otra prueba de su fin, y despertaron en mi alma un postrer recuerdo.

Al punto mismo que las griotas repararon en este heredero de la caperuza de Habibrah, dijeron todas a una voz:

—¡El obí!

Y cayeron postradas en tierra, por donde adi-