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te, se proveyó cada cual de un tizón encendido. Comprendí al cabo el suplicio que me aguardaba y que habría de contar en cada bailarina un verdugo. A una señal de su corifeo, empezaron la postrer rueda lanzando tremendos gemidos. Cerré los ojos para no ver siquiera los gestos de aquellos demonios femeniles, que, sin aliento de cansancio y de ira, daban golpes a compás por encima de sus cabezas con los hierros hechos ascua, de donde salía un rumor agudo y millares de chispas.

Empecé a aguardar, haciendo un esfuerzo, el instante de sentirme chirriar las carnes, calcinarse los huesos y retorcerse y saltar los músculos entre las ardientes mordeduras de las sierras y tenazas, y un estremecimiento nervioso circuló por todo mi cuerpo. ¡Fué aquél, en verdad, un momento de horror!

No duró, por fortuna. Apenas el baile de las griotas iba aproximándose a su fin, cuando escuché a lo lejos la voz del negro que me aprisionó, quien acudía gritando:

—¿Qué hacéis, mujeres del demonio? ¿Qué hacéis ahí? Dejad libre a mi prisionero.

Volví entonces a abrir los ojos, y era ya de día. El negro dábase prisa a llegar con mil ademanes de cólera, y las griotas se habían detenido, aunque no tanto al parecer conmovidas por sus amenazas cuanto sobrecogidas por la presencia de un ente bastante estrambótico de que venía el negro acompañado.