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rias, un carácter siniestro. Las miradas fulminantes de ira que me lanzaban las griotas en medio de sus joviales evoluciones; el lúgubre acento que infundían a la alegre tonada de la chica; el agudo y prolongado gemido que de rato en rato arrancaba de su balafo, especie de flauta compuesta de unas veinte cañas, la venerable presidenta de aquel negro sanedrín, y más aún la horrible risa que cada bruja desnuda venía en ciertos momentos de descanso del baile a mostrarme por turno, pegando casi su rostro contra el mío; todo me anunciaba con demasiada certeza cuál era la horrible suerte que le tenían prevenida al blanco, espectador sacrílego de su Ouanga. Recordé la costumbre que tienen muchos pueblos salvajes de bailar en torno de sus prisioneros antes de darles muerte, y aguardé con paciencia a que se terminara aquel episodio del drama, en cuyo desenlace tenía yo señalado tan funesto papel. No pude, con todo, menos de estremecerme al notar que, a una señal dada por el balafo, cada bruja metió en el fuego, o la punta de una hoja de sable, o el hierro de un hacha, o el extremo de una larga aguja, o los garfios de unas pinzas, o los dientes de una sierra.

El baile iba tocando a su término y los instrumentos del suplicio estaban convertidos en ascuas. Entonces, a una señal de la vieja, fueron las negras en solemne procesión a sacar en fila alguna de aquellas tremendas armas, y a las que no alcanzó a caberles en suerte un hierro ardien-