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pecie de involuntaria convulsión que suele apoderarse del hombre más serio o traspasado de mayor dolor, y que se llama risa histérica. En balde fueron todos mis esfuerzos para atajarla; estalló al fin, y aquella carcajada en que prorrumpía un corazón tan triste provocó una escena singular por lo lúgubre y espantosa.

Perturbadas las negras en el cumplimiento de su misterioso rito, alzáronse todas a una, cual si despertasen de un sueño en sobresalto. Hasta allí no se habían apercibido de mi presencia, y acudieron en tumulto, aullando antes que diciendo:

—¡Un blanco, un blanco!

Jamás he visto colección de figuras con mayor diversidad horribles que lo era aquella caterva de negros semblantes, donde resaltaba la blancura de sus dientes y de sus ojos, salpicados éstos de gruesas y ensangrentadas venas.

Iban ya a despedazarme, cuando la vieja de la pluma de garza hizo una señal y gritó repetidas veces:

Zoté cordé, zoté cordé.[1]

Las fieras se detuvieron de súbito, y les vi, no sin sorpresa, desatar a la vez sus delantales de plumas, arrojarlos sobre la hierba y empezar alrededor de mí aquella danza lasciva a que los negros dan el nombre de la chica.

Este baile, cuyas grotescas actitudes y viveza de gestos no expresan sino el placer y la alegría, cobraba aquí, de diversas circunstancias acceso-


  1. Acordaos, acordaos.—N. del A.