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mente desconocido. Este valle, situado en el riñón de la sierra que se llama en Santo Domingo las montañas dobles, consistía en una vasta y verde llanura aprisionada entre paredes de peña viva y cubierta de arboledas de pinos, guayacos y palmitos. El frío penetrante que siempre reina en aquella región de la isla se hacía sentir aún más en el fresco de la madrugada, porque los primeros albores de la aurora iban despuntando en la blancura de las cercanas y elevadísimas cumbres, y el valle permanecía envuelto en profundas tinieblas o alumbrado tan solo por las numerosas hogueras que encendían los negros, pues aquél era el punto señalado de reunión donde los miembros dislocados de su ejército acudían en desorden. Los negros y los mulatos llegaban por momentos en turbas despavoridas, lanzando gritos de dolor o aullidos de rabia, y nuevas hogueras, que brillaban entre las sombras del valle cual los ojos de un tigre, anunciaban a cada instante cómo se iba ensanchando el círculo del campamento.

El negro que me tenía prisionero me puso al pie de una encina, desde donde contemplaba con indiferencia aquel extraño espectáculo. El negro me ató por la cintura al tronco del árbol en que estaba recostado; apretó los espesos nudos, que me impedían todo movimiento; me plantó en la cabeza su gorro encarnado, como anuncio quizá de que yo era cosa de su pertenencia, y cuando se hubo así asegurado de que ni podía escapar ni serle arrebatado por otros, hizo ademán de alejarse. Me re-