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Enrique se echó a reír.

—Mejor hubieras hecho, Tadeo, en preguntarle al cirujano si habías de ponerte dos onzas de hilas en el brazo herido.

—O en averiguar—prosiguió Pascual—si podrías beber un poquito de vino para refrescarte; por el pronto, aquí está el aguardiente, que por fuerza te hará provecho. Vaya un trago, sargento.

Tadeo se adelantó, hizo un respetuoso saludo, dió sus excusas por agarrar el vaso con la mano izquierda, y le vació con un brindis a la salud de la concurrencia. Esto le infundió bríos.

—Estaba usted, mi capitán, en el momento que... que... ya, pues sí, yo fuí el que propuse entrarnos por los bejucos para que no muriera a pedradas gente cristiana. El oficial, que no sabía nadar y tenía miedo de ahogarse, se oponía con empeño, hasta que, con licencia, caballeros, vió un canto, que a poco no le estruja, caer en la madre del río, sin hundirse en las hierbas. “Más vale—dijo entonces—morir como Faraón de Egipto que no como San Esteban, porque nosotros no somos santos, y Faraón era militar como cualquiera de nosotros.” Conque así, mi oficial, que ya conocerán ustedes que era sujeto de muchas letras, se avino a mi parecer a condición que haría yo el primero la prueba. Voy, pues, y me bajo por la orilla y salto debajo del toldo, agarrándome a las ramas de encima, cuando digo: “Mi capitán, siento que me tiran de una pierna”; me resisto,