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dejar pasar un elogio tan directo sin dar las gracias a D’Auverney, empezó a decir, medio tartamudeando:

—Eso es mucha bondad, mi capitán.

Soltaron todos la carcajada, y, volviéndose D’Auverney, le preguntó con aspereza:

—¿Cómo es eso, Tadeo? ¿A qué tiene usted que venir aquí? ¿Y su brazo?

A un lenguaje tan extraño para sus oídos, las facciones del veterano se entristecieron, y tropezando y echando la cabeza hacia detrás como para contener las lágrimas que asomaban a sus párpados, respondió por fin en voz muy baja:

—No creía yo, nunca lo creyera, que mi capitán había de ser tan duro con su sargento que le tratara de usted.

El capitán se levantó con precipitación:

—Perdóname, amigo, perdóname, que no sé lo que me he dicho. Vamos, Tadeo, ¿me perdonas?

Soltó por fin rienda a las lágrimas el sargento, aunque muy a pesar suyo, diciendo:

—Esta es la tercera vez; pero ahora es llorar de gozo.

La paz estaba ajustada; mas siguióse un breve silencio.

—Pero, dime, Tadeo—preguntóle el capitán con blandura—, ¿por qué te has salido del hospital para venirte aquí?

—Con licencia, mi capitán; pero quería saber si hay que ponerle mañana al caballo la mantilla de galones.