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en el corazón temiendo que no había de morir por mis manos.

Entonces los negros comenzaron a despeñar sobre nuestras columnas inmensas moles de piedra, y un granizo de balas y de flechas descargó sobre el cerro. Nuestros soldados, furiosos de no poder medirse con los asaltantes, expiraban con amarga desesperación, aplastados por las peñas, acribillados por las balas o traspasados por las saetas. Espantosa confusión reinaba por todo el ejército. De súbito, un rumor horrible pareció como que salía del centro de las aguas del río Grande, y pasaba allí, en efecto, una extraña escena. Los Dragones amarillos, maltratados en lo sumo por los peñascos que los negros nos arrojaban desde lo alto de la sierra, concibieron la idea de ponerse al abrigo bajo las flexibles bóvedas de bejucos de que estaba cubierto el río. Tadeo, que fué el primero en discurrir este medio, a la verdad ingenioso...—

Aquí la narración se vió interrumpida de repente.

XXIII

Hacía ya más de un cuarto de hora que el sargento Tadeo, con el brazo derecho colgando de una banda, se había metido en la tienda sin que nadie hiciera alto, y, acurrucado en un rincón, se contentaba con expresar por sus gestos lo mucho que se interesaba en la historia del capitán, hasta que, llegado el momento en que no le pareció regular