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cumbres de los lejanos montes del Dondon, y poco a poco se fueron tendiendo las sombras por el campamento, y sólo el graznido de las grullas vino a turbar el silencio universal, o bien el mesurado paso de los centinelas. De repente, el himno terrible de Oua-Nassé y del Campo del Grand-Pré resonó sobre nuestras cabezas; las palmas y los cedros que coronaban los riscos rompieron en llamas, y a las blanquecinas vislumbres del incendio vimos cubiertas las próximas alturas de innumerables bandadas de negros y mulatos, cuyo cobrizo cutis parecía bermejo a los resplandores del fuego. Estas eran las tropas de Biassou.

El peligro era inminente. Los jefes, despiertos con sobresalto, corrían a formar sus soldados; las cajas batían generala; las cornetas y clarines, el toque de alarma; nuestras líneas se formaban en tumulto, y los rebeldes, en vez de aprovechar la confusión en que nos veíamos, nos contemplaban inmóviles entonando el cántico de Oua-Nassé.

Un negro gigantesco apareció solitario en la cima del más elevado pico a la margen del río; una pluma color de fuego ondeaba sobre su frente; en la diestra mano empuñaba un hacha, y un rojo pendón en la siniestra. Reconocí luego a Pierrot, y si hubiera tenido a mano una carabina, quizá la rabia me hubiese inducido a cometer alguna vileza. El negro repitió el coro del himno de Oua-Nassé, clavó su bandera en la cumbre de la peña, arrojó el hacha entre nuestras filas y se sepultó en las ondas del río; un vivo pesar sentí

Bug-Jargal
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