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XXII

A la tarde del tercer día entramos por las gargantas del Río Grande, mientras se calculaba que los negros estarían a veinte leguas de distancia entre las sierras. Asentamos nuestros reales en un cerro de escasa altura, que, según estaba despojado, parecía haberles servido para el mismo fin. La posición no era favorable; pero estábamos ajenos de todo recelo. Dominaban al cerro por todos lados peñas tajadas a pico y cubiertas de enmarañados bosques, la aspereza de cuyas lomas había hecho señalar aquel sitio con el nombre de Doma-Mulatos. El río Grande corría a espalda del campamento, y, encajonado entre ambas orillas, iba por allí estrecho y profundo. Las márgenes, en rápida pendiente, estaban salpicadas de malezas y arbustos impenetrables a la vista con su espesura, y, a menudo, hasta sus aguas quedaban encubiertas por las guirnaldas de bejucos que, colgando del tronco de los arces entre sus flores rojizas, enlazaban sus vástagos de la una a la otra orilla y, cruzándose en modos miles, formaban sobre la corriente inmensos toldos de verdura. A la vista que los contemplaba desde lo alto de los vecinos riscos aparecían cual húmedas praderas aljofaradas con el rocío de la mañana. Tan sólo el murmullo de las aguas o el vuelo inesperado de algún pato silvestre rompiendo por la florida cubierta indicaban el curso del río.

Pronto cesó el sol de dorar las puntiagudas