ó más. no sé, todo un festín. (Riéndose á car- cajadas.)
Isab. ¡Santa Bárbara bendita!
Paul. Bien hubo por qué invocar á la patrona de la Artillería, pues empezó una de caño- nazos...
Isab. Claro; con el estropicio.
Paul. ¡Quiá! Treinta duros de platos rotos. Aquello no valió nada. El trueno gordo fué el que me armó una señora... en rama, de las que allí estaban aguardando la cena malograda.
Isab. Alguna chula.
Paul. De las que riegan con la mano abierta y barren con el soplo. La cena le había caído encima, dejándole perdido un pañolón de Manila riquísimo. ¡Ay, qué voces!... [Y y qué mímica!. . ¡Que el pañolón le costaba tres mil reales! ¡Que quería sus tres mil reales!... ¡Que iba á arrancarme la careta!... Y luego habría seguido arrancando. Conque... más muerta que viva, me dirigí al cafetero, le prometí pagarlo todo, y dejé en garantía una prenda... vamos, una prenda que me compromete.
Isab. ¿Cuál?
Paul. Eso no se lo digo.
Isab. Pero al día siguiente, ¿no rescataste la prenda?
Paul. Al día siguiente mandé á la doncella con el dinero. La prenda había volado. Que inme- diatamente después que yo salí, se acercó al mostrador una persona y pagó todo el daño.
Isab. ¡Una persona!
Pail. El clown.
Isab. ¿Y pagó los tres mil reales? Entonces no era un sastre.
Paul. ¿Por qué no? Podía ser el del Campillo, que tiene fama de dadivoso.
Isab. ¿Y recogió la prenda?
Paul. Pues ese es el apuro mío. El se la guardó, creyendo sin duda que con ella adquiría el talismán para dar conmigo. Y ahí tiene us- ted mi situación. Existe un hombre, un desconocido, tan desconocido para mí como