segadores. No corre la sangre de la crueldad, corre el sudor, sangre del trabajo. Sólo perecen á montones las espigas doradas, que el caer tendidas producen roces cadenciosos, como si gimieran de dolor al ser cercenadas y separadas de su raíz, que queda entre los terrones.
La fatiga rinde á los vencedores antes que á los vencidos.¡Tantos son loshaces tendidos en el suelo!..... Es la hora de la comida y el descanso. Poco descanso y mala comida. Cada cuadrilla forma su rancho alrededor de la pobre pitanza. Los segadores que son castellanos hablan tanto como comen. Están alegres, se sientan sobre su suelo, y tienen cerca cuanto aman. Su pensamiento está donde su cuerpo. Los que son gallegos comen más que hablan. No están alegres; el amor melancólico de la tierra remota les trae cabizbajos y mudos. Se sientan sobre suelo extraño, trabajan en campos ajenos, tienen su cuerpo en Castilla y su pensamiento lejos, en la aldea, donde acaso ayunan á aquella hora los seres queridos, separados de ellos por toda la llanura castellana y todos los montes leoneses. Si hablan, no hablan de la faena present, sino de la alegría pasada, de la familia ausente, de la vaca que dejaron enferma, del maizal amarillento, del valle fresco, del manzano frondoso á cuya sombra sestearían libres del sol inevitable que cae á plomo sobre la desnuda Castilla, tierra sin árboles, tierra sin hijos que abran los brazos para defender á sus madres de los rigores del cielo.
Acabó la comida, acabó la siesta, acabó el descanso, y vuelven las manos á las hoces y las hoces á los trigos. El sol va cayendo, el sudor pesa menos, pero pesan más los brazos, ya rendidos á la faena de todo el día. Parte de la gente regresa al pueblo; en él le espera la familia regocijada, la cena sobria, la cama dura, que ablanda y mulle el cansancio corporal. Otra parte de la gente, la forastera, la que tiene lejos su familia y su cama, se queda en el sembrado. Allí duerme custodiando las mieses tendidas.
Aquéllas son las únicas horas agradables que el verano ofrece al campesino. La brisa de la noche refresca el ambiente, la cigarra no chirria, la luna platea el campo y los espejismos fingen en él dilatada laguna, donde se baña el espíritu en ondas de salud y reposo.
Pero ha de volver el día atareado. El cielo abrirá pronto su párpado inconmensurable, el sol mirará otra vez á la tierra, despertando á los que duermen sobre ella. La hoz enfriada se calentará de nuevo, pasando y repasando sus dientecillos afilados por las espigas resecas. ¡Cuántas hay todavía en pie! Parecen inacabables como los trabajos del mísero segador asalariado.
Al fin, el propietario que labra su heredad recibe una compensación por cada cuidado, un consuelo para cada gota de sudor, como la madre que cría á un hijo recibe un beso y una dicha por las penas y lágrimas que le costó la crianza.
«¡Cuátos trabajos me cuestas!» dice á su campo el propietario encorvándose hacia él con el azadón ó la hoz. «¡Pero cuántas cosechas me darás! ¡Cuántos panes me guardas en tu seno.»
El trabajador mercenario, el que alquila su sangre para beneficiar la tierra ajena, le dicen mirándola con hastío:
«Cuántas labores me costarás todavía! ¡Cuántas fatigas me guardas en tus terrenos ásperos! Ahora entierras mi sudor, después enterrarás mi cuerpo. Te llevas toda mi vida, te doy todo lo mío....y tú, ingrata, nunca serás mía!»
Y ese hombre-máquina, desheredado de la sociedad, es el que mejor y más al pie de la letra cumple lo que fué á lapar condenación y precepto de Dios:
Amasa realmente su pan con el sudor de su rostro.