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Sus manos que el postigo me entreabrieron
á mis manos despues se entrelazaron,
y aunque nada los labios se dijeron
algo los ojos en secreto hablaron.
Ya en su cuarto sencillo y elegante
del color de su falda, blanco y rosa,
al reflejo de lámpara brillante
pude mirarla á mi placer. ¡Qué hermosa!
De virgen parecióme su semblante,
su andar de ninfa, su esbeltez de diosa,
y, marco á tan espléndida belleza,
brillaba y atraía,
la aureola de encanto y de pureza
que en torno de su faz se difundía.
— Siéntate junto á mí, Blanca, la dije,
y aleja de tu alma
ese pesar que sin razon te aflije :
preludio es la tormenta de la calma.
— Tú fuistes el primero,
me replicó, que el limite sagrado
traspuso de ese umbral; noble y sincero
en acciones y frases te he juzgado,
y qué piensas de mi, saber espero.