ciudades del Perú i Centro América, sino en Méjico i en las Filipinas, por cuyas comarcas se esparcieron, con el curso de los años, aquellos animosos mensajeros de una desdicha que no encontraria remedio.
I fuera de todo esto, que era en sí mismo la sencilla armazon de un drama histórico, cual han ocurrido muchos semejantes, ¿de dónde podian llegar aquellos dos hombres, viejos i estenuados, a la Concepcion por un rumbo no solo no practicado, sino desconocido por los cristianos? Cómo habian podido atravesar impunes las áridas estepas de la Patagonia o las Pampas arjentinas, pobladas de feroces caníbales, haciendo camino de un mar a otro mar? I cómo, por último, habrian osado afirmar bajo juramento, por Dios i sus Santos Evanjelios, siendo españoles i cristianos, todo lo que con señaladas veras referian?
No pareció, pues, cosa de novedad el que su narracion fuera creida como auténtica en todos sus detalles, i que los dos peregrinos encontrasen buena acojida entre sus compatriotas. Fl primero en dar ciego asenso a lo que contaban, fué el viejo correjidor Altamirano, i esto a tal punto, que en una escursion que personalmente hizo a la cordillera para escoltar un convoi de yeso destinado a la fábrica de los edificios públicos de la ciudad, despa-